Señor, hazme casto (pero no ahora)

Escribir un texto filosófico como si fuese una carta para un destinatario es una convención que suele dar resultado. Aristóteles sabía que su ética al joven Nicómaco iba a ser un manual de curso corriente para muchachos y pedagogos; más consciente era aun Fernando Savater cuando eligió dirigir su propio tratado de ética a su hijo Amador, un best-seller que todavía vale para los hijos del tal Amador. Séneca escribía a Lucilio; Rilke, a un joven poeta. San Agustín tiraba más alto y con sus Confesiones echaba las cartas a Dios. Por supuesto también esperaba llegar a los hombres y, sobre todo, a lo más hondo de sí. Con la pluma aclaraba sus ideas sobre el tiempo (es célebre ese “sé lo que es el tiempo… si no me lo preguntan”), sobre la memoria y la psicología de los hombres; hacía examen de conciencia; observaba la evolución de su acercamiento a Dios y definía a este dios como un ser personal ante el que el propio Agustín se muestra destacado y aislado de la comunidad de fieles, preparando a la cristiandad para el Dios privado de Juan Calvino.
Buscando en el baúl de los recuerdos
San Agustín es Platón pasado por la pila de bautismo: su dios y la Verdad provienen del recuerdo de una vida anterior al nacimiento; de ahí su preocupación por la memoria. Cuando discurre sobre la mente logra hallazgos tan válidos como los de Freud: ni uno ni otro aguantan bien el método científico pero la filosofía suele tener más prisa que la ciencia: abre camino y a veces acierta. El de Hipona resulta incluso más digerible que el vienés, pues no va por ahí multiplicando sin necesidad los entes –que si el superyó, que si el complejo-; cuando intuye que el alma no es maciza sino que varias fuerzas luchan en ella, expresa con hermosura y sencillez la idea psicoanalítica de lo consciente y lo subconsciente. Sus dudas parecen ingenuas, de niño, pero solo el niño puede hallar respuestas.


Ahí están sus preguntas sobre las matemáticas: traigo a la memoria tres manzanas; de las manzanas solo hay imágenes pero el número 3 está allí tal como vino al mundo ¿Qué tienen de especial los números que los distingue de las manzanas? No podemos despachar fácilmente estas perplejidades tan simples, que han llegado hasta los matemáticos y los neurocientíficos contemporáneos tal como él las planteó. ¿Los números están en la naturaleza o son una abstracción útil para la mente humana? Y si esto es la memoria, ¿qué pasa con el olvido, que es lo que no es? El asombro de Agustín, guardado en el recuerdo de los hombres, sigue siendo el nuestro.



Un no parar

Hay en la cosmogonía agustina –inseparable de su teología- un adelanto del Big bang. Contra los estoicos y su tiempo cíclico, San Agustín cree en un principio y un final del tiempo: un origen del que él proviene incluso antes de nacer y para el que necesita respuestas que un sabio cristiano pueda admitir. Por eso retoma el Dios de Aristóteles: un motor inmóvil fuera del tiempo, que nunca cambia. Como nada puede hacerse a sí mismo, infiere, es necesaria una causa no causada: la Divinidad (siglos más tarde no parece tan claro que la materia sea inerte y deba ser movida por una fuerza exterior). Solo el ser eterno, que no cambia, es digno de su aprecio. Dios cifra lo infinito, lo completo, lo perfecto: se opone, más que a la muerte, a la vida terrenal, que se acaba. Todo lo que no es infinito, como la “alegría temporal”, es despreciado. Agustín, igual que cualquier católico sincero , tiene sed de absoluto; por eso crea un edificio lógico sobre el deseo irracional de que exista Dios y un cielo sin tiempo ni cambios, promesa de esa vida futura que decepcionaba a Unamuno.
Hágase tu voluntad
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Agustín, como el padre de Sören Kierkegaard recibe con angustia toda alegría, pues la alegría nunca es perfecta: tiene un final; así que lo mejor es que dure poco para no sufrir por la pérdida. En realidad toda la inquietud de San Agustín proviene de su deseo de absoluto: "Porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo". O todo o nada, pero las medias tintas son insoportables. Agustín quiere dominar su voluntad de modo total, "querer querer". Sin embargo, solo un dios exigente tiene fuerzas para decirle al hombre lo que debe querer. Mientras más tiránico, más aparenta sosegar al fiel... y más desasosiego le añade. El dios de Agustín, como cualquier droga, calma la ansiedad que él mismo provoca.
Agustín duda y la duda lo está minando: por eso creerá en cualquier cosa con tal de que lo libere de la duda. No pregunta para saber, sino para encontrar la respuesta definitiva que le ahorre seguir preguntando. Ni dudar, ni decidir, ni pensar: someterse y diluirse en la divinidad (Fromm llamaría a esto “masoquismo”). El dios de Agustín no es un dios de amor -como el del Nuevo Testamento- ni de justicia -como el del Viejo- sino un dios de certeza, el que disipa las dudas. La teoría de la predestinación, incluso cuando es funesta y condena inexorablemente al fiel, garantiza que hay al menos una verdad y que no cambia nunca.


Las peras al cuarto

Perista
Es preocupante que una de las mayores autoridades de la teología cristiana se haya hecho sitio en la imaginación popular porque de niño saltó una valla para robar peras. Claro que el principal responsable es el propio Agustín, que lo cuenta recreándose en su culpa y alimenta sus pormenores; todos los momentos de zozobra que vinieran después no serían sino ecos de esa chiquillada, como Kierkegaard padre sufría porque en su infancia se cagó en Dios. El pío obispo de Hipona, que de joven había despreciado la castidad justamente por ser costumbre de virtuosos, se acusa de afanar fruta. Lo compara con una “fornicación del alma”; pero más preciso sería comparar así a la fornicación del cuerpo y sin embargo su antiguo abono a los burdeles no le parece tan grave, o al menos no le dedica tanto espacio en las Confesiones. Quizá evita los episodios del puterío porque de eso sí está verdaderamente avergonzado; o porque el contraste entre el crimen (las peras) y el castigo (la mala conciencia) añade mucha más fuerza al discurso; o porque teme en que, de insistir sobre ciertas prácticas licenciosas, podría fulminarlo Dios.

Bienaventurados los tontos porque no se hacen preguntas

Lector atento y creativo, San Agustín es el puente que enlaza a los profetas hebreos -saltando sobre Jesús- con el monje agustino Martín Lutero -saltando sobre Tomás de Aquino- y aporta sus jugosas interpretaciones de la Escritura a la ortodoxia católica. Es de una insistencia maniática con los “soberbios”, los sabios a quienes Dios confundirá. En cuanto a las bienaventuranzas, que prometen felicidad a los mansos, a los pobres de espíritu, etc., variaciones sobre “los últimos serán los primeros”, invitan, según él, a humillarse para acercarse a Dios. Agustín aprende del sermón de la montaña y trasmite su experiencia a Lutero y Calvino (Swedenborg, en cambio, opina que hace falta ser inteligente para merecer la gracia).

Señor, hazme curioso

Agustín no es un filósofo medieval. Pertenece a esa rara casta que mantiene su relevancia en todas las épocas, mientras queden humanos que se hagan preguntas; es decir: que sean humanos. Los físicos modernos, los psicólogos, los moralistas y, por supuesto, los teólogos vuelven a él como a un compañero de fatigas y dudas; los que no pasamos de curiosos encontramos en el santo de Hipona un santo patrón y la prueba de que en filosofía, más que las respuestas, lo válido son las dudas y los anhelos impertinentes.

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