Para perder el juicio

El exitoso best-seller Cómo perder un juicio explica que el método más fulminante es reírse del tribunal. Ya vimos que el shakespeariano Cayo Marcio insultaba a la plebe de quien dependía su futuro, pero las críticas siempre se encajan mejor que las burlas. El humor, al igual que la inteligencia, es un arma débil; quien lo emplea reconoce su debilidad y sus escasos medios para protegerse de la fuerza bruta, a la que encima está provocando. Un acusado que hace chistes contra el fiscal admite que solo puede ampararse en el ingenio; pero si se pitorrea del juez está retándolo a superar tan vulnerable barrera.

Sócrates pronunció su mejor monólogo cómico en el momento más inoportuno. Enfrentado a todas las facciones de Atenas, cuando estas se aliaron quisieron sellar su pacto estampando a Sócrates. Lo que en un primer momento pudo haberse quedado en una multa acaba en ejecución porque durante el proceso, cuando le toca presentar su apología, el viejo no sabe hablar con cuidado. Su ironía llegaba a ser cargante. Si un tipo va por toda la ciudad haciendo preguntas que dejan al interrogado en ridículo, acaba ganándose muchos enemigos. La responsabilidad del sainetero Aristófanes -que en una obra presentó a un payaso ateo y embustero de nombre Sócrates- es grave. Muchos miembros del tribunal mataron a un hombre bueno creyendo que juzgaban a su caricatura. Esto demuestra que en la historia de occidente los bufones han pesado más que los sabios. Por lo que conocemos de ellos dos, ni Sócrates ni Aristófanes se habrían hecho los graciosos sabiendo que ponían en peligro una vida: la ajena o la propia.
En cuanto a la negativa a obedecer órdenes de la ciudad -principal motivo para procesarlo aunque formalmente se le acusara de inventarse una pintoresca mitología privada-, si acatarlas le suponía vulnerar sus propias convicciones, Sócrates se resistía. Hay que decirlo todo en descargo de los atenienses que lo condenaron: el reo lo estaba pidiendo a gritos, socavaba la autoridad judicial; parece burlarse del jurado, no se toma en serio que vayan a condenarlo a muerte. Aun cuando proclamase la inmortalidad del alma -ese es el tema del platónico Fedón, el último diálogo de Sócrates antes de beber la cicuta- cuesta aceptar que un hombre cuerdo en ese trance no experimentara dudas. Si es así, si estaba absolutamente convencido de que el reino de las ideas le esperaba tras el deceso, lo único que separa a Sócrates de un fanático es su sentido del humor.

Cuando el filósofo se pone formal usa los mismos argumentos que Séneca para consolarnos de la muerte: son igualmente razonables; igualmente incapaces de convencer a nadie. Tenemos la impresión de que no habla al jurado, una simple forma del mundo sensible, sino a la posteridad. La diferencia básica entre el tribunal ideal y el material es que uno puede fulminarte y el otro no. Aunque Sócrates y los demás ciudadanos tenían diferentes opiniones al decidir quién hacía qué…

Comentarios

Entradas populares de este blog

Señor, hazme casto (pero no ahora)

El increíble hombre-masa

Kant contra los fantasmas